Algo más florido
Cuando niño siempre había en mi cuarto, dentro del placard, una tapa que al levantarse daba paso hacia un terreno distinto. No tan importante era este lugar, sino la entrada misma que le daba otro espesor al lado de acá. Como un lavarropas de tambor que podía centripetar todo lo que más cerca eran manteles de hilo tejido, relojes en la casa de mi abuela o leones petrificados.
Así, de tanto en tanto, subíamos hasta el territorio y tras la tapa se asomaba un teléfono viejo con una llamada en su interior, o una máquina de escribir con palabras carcomidas por los años.
Aunque nunca llegábamos hasta allí, mas bien era ese lugar que llegaba hasta nosotros y nos permitía ser de este lado niños jugando a la escondida, al cuarto oscuro o al veo-veo ¿qué ves? De esta manera el territorio se replicaba; y nosotros jugábamos a traducirlo como un eco, elaborando planos de la casa, diseñando itinerarios y estrategias fugaces que perseguían un único objetivo: escaparse de una de mis primas que nos buscaba infatigable, y muchas veces desconsolada.
Cuando me despierto zonzo de una siesta, y busco a tientas en los retazos de la memoria, me doy cuenta que todo esto de alguna manera sigue expresándose, aunque las claves se hayan perdido, aunque ya no se urdan tantas complicidades.
Sigo bordeando esa zona, para que todo esto frente a mí sea algo más que un pantalón tendido en una cama, para rescatar las cosas de su muda existencia.
Y así me guardo del espanto, y alimento en mí alguna certeza, algo que tintinea como campanas acuáticas, algo inasible como el abismo de la arena entre mis dedos.
1 comentario:
Pobre Maju!
Publicar un comentario